viernes, 10 de enero de 2014

CONVOCATORIA. FOTOS DE BAÚL. ANTONIA POR JORGE. B. MOSQUEIRA




                            
Antonia se dio cuenta que hablaba sola más de tres meses después. “Estoy loca”, pensó, pero inmediatamente se contradijo. “No, no estoy loca. Soy charlatana, me gusta hablar”. Desde la muerte de su marido siguió viviendo en la misma casa sin tocar nada de lo que estaba distribuido en cada una de las habitaciones. La noche siguiente al velorio preparó la cena como de costumbre, con raciones abundantes, como si Benjamín fuera a llegar en cualquier momento. Poco a poco fue reduciendo las cantidades, hasta que solo cocinó para ella, aunque algo más de lo que toleraba, por las dudas. Ese resto iba a la basura.


Sus hijas insistieron más de una vez, en sus infrecuentes visitas, que modificara todo y hasta que vendiera el caserón y se mudara a un departamento más chico. Antonia hizo oídos sordos y siguió viviendo así, como si nada hubiera cambiado.

Una mañana, cerca del mediodía, le llegó una intimación por un pago no efectuado del impuesto inmobiliario. Tenía un atraso de seis meses y Antonia se asustó. Benjamín era quien llevaba las cuentas y era muy cuidadoso de pagar cada una de ellas. Estaba segura que se trataba de un error. En algún lado debía estar el comprobante.

“La carpeta”, se dijo. Benjamín guardaba todo en una carpeta del último cajón de la cómoda, en el dormitorio.

El cajón desbordaba de papeles, pero la carpeta estaba prolijamente distribuida por rubros: gas, luz, impuestos… Puso la carpeta sobre la cama, dispuesta a encontrar el comprobante, pero en el traslado se desprendió una hoja tamaño carta que Antonia recogió inmediatamente. Era una foto. Antonia quedó paralizada, empalideció. Nunca había visto esa foto.

Se trataba de una mujer joven, de cabello rubio platinado, ondulado y largo. Estaba sentada sobre un taburete, envuelta por una larga estola blanca de visón que la cubría casi totalmente. Quedaban al descubierto sus hombros y las largas y hermosas piernas, enfundadas en medias de nylon oscuras. Con una mano sostenía la estola, como si fuera a caerse de un momento a otro y dejarla totalmente desnuda, a partir de la curva de sus pechos que se adivinaban duros y encumbrados. La pose era provocativa, pero la expresión de su rostro, hermoso, decía otra cosa. Tenía una mirada tierna. La sonrisa remataba aquella ternura de los ojos: carecía de lascivia o erotismo. Era muy dulce.


Antonia se sentó sobre la cama y quedó un largo rato mirando la foto, los detalles, el conjunto. ¿Quién sería esa mujer? ¿Por qué Benjamín la había ocultado y conservado tan celosamente? No había ninguna descripción ni anotación al dorso. Por la pose, el peinado y la poca ropa que la cubría, esa foto era de la época en que en Benjamín y ella se habían conocido, por los años ‘50. Si no fuera por el rostro ovalado de aquella desconocida, podía haberse confundido con las imágenes de Marilyn Monroe cuando estaba en su plenitud.


Antonia olvidó el comprobante que buscaba y quedó confundida. Sentía que su vida había cambiado de un modo que no comprendía. Esa noche durmió poco, mientras pasaba por su cabeza un carrusel de preguntas, dudas, incertidumbre, todo a partir de aquella foto que nunca le había mostrado Benjamín. ¿Quién era? ¿Qué papel había jugado en su vida? Aunque se había acostado, como siempre, sobre el borde izquierdo de la cama, en un momento decidió ocupar el centro. Pero fue inútil. No lograba dormir.


Durante los días que siguieron siguió pensando alrededor de ese súbito misterio que se le presentaba. No parecía que la mujer de la foto hubiera pertenecido a una amante de Benjamín. Estaba hecha en un estudio y váyase a saber cómo había ido a parar a sus manos, pero lo inquietante es que haya sido guardada tanto tiempo. Además, se encontraba un poco ajada, manoseada, lo que sugería que tuvo muchas oportunidades de ser admirada. Tal vez se masturbaba con ella, en especial porque ofrecía un claro contraste con la figura de Antonia, más bajita, morocha y melena corta en aquellos tiempos. ¿Sería su mujer ideal, hábilmente escondida en los pliegues de sus deseos, nunca confesados? Benjamín siempre juró que ella, Antonia, era la mujer que volvería a elegir como pareja.

De pronto, una idea la hizo estremecer. Era probable que, cada vez que hicieron el amor, Benjamín tuviera en mente a esa mujer. Que no era ella quien estuviera en verdad en sus brazos, sino aquella otra, esa rubia platinada. La odió y hasta pensó en destruir la foto, que había quedado sobre la cómoda, tal como la había dejado el día que la encontró.

Dos días más tarde, se le ocurrió algo diferente. Esa foto podría pertenecer a la imagen idealizada que Benjamín tenía de ella. Siempre había sido delicado, atento, cariñoso y le había demostrado su amor en los casi cuarenta años de matrimonio. No era “la otra”, sino ella. Tomó la foto del lugar adonde la había abandonado y la llevó a un artesano del centro. Eligió un marco con relieves y hojas doradas, lo más parecido a los que se usaban en los ’50. A los pocos días la llevó a su casa cuidadosamente envuelta y de un modo algo furtivo. Una vez dentro, colocó la foto arriba de la cómoda, en el centro, para que todas las miradas fueran atraídas por esa imagen central.


A la semana siguiente, tocaron el timbre. Era una señora del barrio que, con frecuencia, venía a pedir cualquier tipo de ropa que le sobrara, para su marido y sus hijos. Antonia le hizo entrar y le pidió que la esperara. Recogió todo lo que había quedado de Benjamín, camisas, trajes, zapatos, corbatas, todo. Estaba haciendo un paquete en la habitación cuando la mujer, que llevaba ya un rato esperando, se presentó en el dormitorio. Antonia se asustó, pero le pareció inadecuado echarla de allí. En silencio, siguió acomodando las cosas, hasta que le escuchó decir, refiriéndose a la foto enmarcada:

—   ¡Hermosa mujer! ¿Quién es?

—   Yo — respondió Antonia. — Esa foto me la hizo sacar mi marido al poco tiempo de casarnos.


Dio un último tirón al hilo del paquete, se lo entregó a la señora y la despidió en la puerta, sin más.



   Jorge B. Mosqueira, escritor. Buenos Aires 

                            










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