Justo
hace unos momentos recordé la última imagen que tengo de ti. Estás sentada en
el viejo sofá mientras tejes una bufanda. Así pasaste los últimos años. Entre
el desasosiego y la soledad. Mi madre me había pedido que te visitara, porque
decía que solo a mí y a ella nos tolerabas. Al principio no entendía, porque
cuando se es joven, la vida es una sucesión de rápidos acontecimientos. Todo sucede
en un abrir y cerrar los ojos, los días se difuminan de a poco entre los deberes estudiantiles y las
presiones por convertirte en alguien, en algo. No sé. Yo solo seguía la senda
que todos seguían porque así debía ser. Somos seres fragmentados intentando
reconstruir los pedazos de lo que creemos que somos, objetos, no sujetos de un
destino que tiene una ruta perfectamente marcada. Esto se espera de ti. No
debes apartarte de ello. Pero quizá, esa rapidez con lo que todo sucede, impida
que nos conozcamos bien. Incluso, y lo veo ahora, nunca terminé de conocer a mi
ex esposa. A pesar de la forzosa
convivencia diaria, allí en el interior de nosotros existe algo que nos impide
mostrarnos con toda la fuerza de nuestro ser. Temor a ser lastimado le dirán
algunos. Yo lo pienso ahora después de ver tu foto. Ambas, tú y Cecilia, habían
llegado a niveles de intimidad que solo se establecen entre un recién nacido y
su madre. Ambas desafían la cámara, y tu mano sobre su hombro denota esa
pertenencia que, para el ojo poco
educado es un detalle nimio. Bueno, no quiero mentir tampoco. He visto en
algunas ocasiones esa misma foto y me pareció al principio, como a todos, una
simple foto. Pero estas revelan siempre algo más. Las fotos no son simples
espacios en blanco y negro. Ahora en la modernidad hay grandes estudios,
grandes fotógrafos que captan la esencia de un momento, de una actitud. Eso lo
puedo decir porque ambas miran a la cámara con un gesto de dureza. Quizá
Cecilia se mire un poco más aprehensiva porque tú sabías quien eras desde una
edad temprana. Ella lo fue descubriendo después de un matrimonio desgraciado. Siempre
se piensa que los matrimonios desgraciados lo son por una causa central que
suele ser la violencia. Cecilia y su marido supieron de inmediato al salir de
la iglesia que lo suyo había sido un error colosal. Y no se llevaban mal. Eso
lo sabía mi madre al contarme la historia. Era simplemente que no eran el uno
para el otro. Había un abismo sideral contenido en el pequeño espacio de las
sábanas. Él era un bueno tipo. Un poco pasado de peso pero bonachón, pero no
por ello ajeno a los códigos de la época. Lo pienso bien. Ahí vamos navegando
por la cuadradez de nuestras sociedades, donde hay un instructivo que explica
de qué manera se debe de amar, como se debe de amar, y con qué sexo debes
disfrutar. Mi madre siempre me dijo que eras poco femenina. Yo que soy un
cincuentón trasnochado no entiendo mucho las implicaciones de esa palabra. No sé si sea
una condena o una definición, o bajo qué criterios estéticos se define la
femeneidad, o si solo está constreñida al uso de tacones. Lo que sí sé es que
ustedes encontraron su refugio contra el mundo construyendo esa intimidad que
muchos soñaríamos con tener. Verlas interactuar era presenciar una suerte de
vals sin música. Ambas entregadas la una a la otra, adivinándose pensamientos y
movimientos. Ambas, sabedoras que eran dos contra un mundo que contemplaba con
extrañeza a una divorciada y una solterona hacer cosas juntas todo el tiempo,
construir un patrimonio, levantarse renovadas cada mañana a justificar su
presencia en este mundo por medio de la palabra amor. Amor incondicional. Por
supuesto al principio el divorcio fue un escándalo. Incluso el tipo negó a la
hija que tuvieron y desapareció. Todo fue muy extraño. Hay otras fotos en el
baúl que dejaste que mueven un poco a la risa como la del matrimonio cuyo
pasatiempo favorito era traer hijos al mundo. Conté doce en progresión. O la de
las mujeres que no identifiqué que fuman de manera escandalosa. Pero esta foto,
es la única de ustedes dos y sucede justo después de que la madre de Cecilia se
aparece por tu casa a reclamarte. La pobre señora lloraba a mares. Te reclamaba
haber apartado a su hija del camino de Dios para satisfacer apetitos
inconfesables. Mi madre dice que soportaste el reclamo estoica, de pie,
mientras Cecilia lloraba desconsolada. Sabía que era la última vez que miraría
a su familia porque para ellos, la vergüenza de cargar con ese lastre ameritaba
la expulsión del clan. Por eso te convertiste en su todo. La amaste sin límites
ni ataduras. Y cuando falleció te fuiste apagando de a poco. Esa luz que de ti
irradiaba fue menguando, consciente de que la mitad de tu ser se había
extinguido con su muerte. No había nada parecido a una serena resignación. Solo
el hoyo que se te abrió en el pecho por
donde empezó a escapar tu fuerza vital. Yo nunca tuve un amor de esos. Te lo
digo hoy con sana envidia. Un amor capaz de cortar el aliento, un amor atrapado
entre las alas del deseo, un amor por ser para el ser amado. Justo ahora que se
cumple un mes de tu muerte, aquí, sentado en tu sala, recorro las paredes que
guardan recuerdos vívidos, de colores. Porque ustedes se negaron a vivir una
vida en blanco y negro. Decidieron contra todo y contra todos cuál era su
felicidad. Se construyeron un mundo a su medida donde solo cabían ustedes. Mi
madre llora un poco mientras acomoda las cartas furtivas que se enviaban cuando
supieron que estaban enamoradas. No las juzgó. Simplemente me dijo que fue
extraño crecer con dos mamás, y que a
pesar de las burlas en la escuela siempre fue feliz. No recuerdo un gesto de
cariño hacia mí. Quizá nunca te nació o simplemente, no sabías bien a bien como
expresarte. En fin. Hoy hablé con el restaurador. Esa foto la colgaré en la
sala.
Ramiro
Padilla Atondo, Obrero de la construcción, Ensenada, Baja California México
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