—A Pedro Infante le gustaban
vírgenes, bonitas y de catorce años. Cuando las encontraba sin mancha y
hermosas, les ponía casa como a Lupita Torrentera o a Irma Dorantes, si ya eran
segunditas, las tomaba para pasar el rato. —me dijo madre, y yo pensé
que eran delirios de anciana moribunda. Tenía fiebre, pero insistía con
desesperación en que pusiera atención a lo que iba a decirme:
—Mi madre, tú abuela, se llamaba
como yo: Pureza. Ella recordaba con emoción el día en que entró a trabajar a los
estudios de cine Tepeyac como asistente de la mejor maquillista, doña
Concepción Goyeneche. María Pureza Pérez Rueda, tu abuela, fue la más feliz el
día que consiguió ese empleo de auxiliar de maquillista con doña Conchita.
Pensaba que Iba a conocer a muchos artistas y con suerte quizá ella podría
serlo —continúo con su relato—. En ese momento pensé que los biógrafos
oficiales de las actrices consagradas contaban la misma historia sobre las
estrellas mexicanas del cine de la época de oro. A María Félix la descubrieron
en la calle y le propusieron ser actriz, a Lilia Prado la encontraron en la
Alameda, a Elsa Aguirre la toparon en un concurso de belleza a María Victoria
un cazador de talentos la encontró cantando en una carpa, incluso Sara García
se encontró con la actuación en una calle del centro. Se lo comenté a mi madre
para ver si me escuchaba y respondió:
— Ninguna dice la verdad, sólo Rita
Macedo.
—Mamá, repliqué, tal parece que en
la calle de Madero o en cualquier otra, del centro de la Ciudad había un set de
cine permanente donde bastaba acercarse para que te dieran un papel estelar.
—Escúchame con atención y no me
interrumpas que lo que voy a decirte es muy importante. Ordenó con firmeza y
continuó —María Pureza Pérez Rueda supo muy pronto que nada de lo que
representaban actrices y actores era cierto, que Joaquín Pardavé era un
neurótico insoportable, Cantinflas era corrupto y un malvado con las mujeres,
que Arturo de Córdova elegía a sus compañeras de set y tenías que acostarte con
él si querías el papel. Sin embargo, un día Lupe Vélez lo encontró en la cama
con su marido. El galán de galanes fue el que más lloró en el sepelio de Ramón
Gay, actor que, era secreto a voces, hacía honor a su nombre. Igual que
encontraron a Enrique Rambal, muerto de un infarto, en la cama de Mauricio
Garcés. ¡El actor que había encarnado a Nuestro Señor Jesucristo,
imagínate! Que Miroslava no se suicidó
por un hombre sino por una mujer y que las abuelitas del cine nacional,
Prudencia Griffel y Sara García, eran de la otra ganadería. Por Dios, si lo
sabré yo que se lo escuché tantas veces a tu abuela.
Guardé silencio, parecía como si
hablar de cine mexicano y de su madre doña Pureza Pérez le hubiera devuelto la
vida a la mía. No me atreví a interrumpirla, aunque seguía sin entender a donde
iba relatándome esa Babilonia de la farándula mexicana.
—A sus catorce años, María Pureza
Pérez estaba fascinada por ese mundo, hasta el camino de Peralvillo a los
estudios Tepeyac que hacía diariamente a pie, le parecía maravilloso. Apenas
tenía unos meses trabajando cuando apareció él e iluminó todo el set con su
sonrisa. Conchita Goyeneche le secaba el sudor y tiraba el algodón, mi mamá se
acercaba y recogía los algodones sucios para guardarlos con devoción. Conchita
era muy estricta, el polvo de arroz para secar el sudor, el agua de colonia, la
vaselina o el aceite de oliva para la Sara Montiel y su apestoso cabello debían
estar listos antes de la filmación, cualquier detalle no calculado y Conchita
Goyeneche le gritaba a mi madre delante de todos, que pusiera atención que se
concentrara.
—Las bonitas pueden darse el lujo de
ser tontas, las feas ni siquiera nos vemos hija. Por eso, debemos hacernos
indispensables. Le decía a cada rato a Pureza.
Mi madre tenía un cuerpo hermoso pero
su cara no era tan agraciada, un poco como aquella actriz Maty Huitrón, solo
que menos bonita de cara y morenita. Así que Puri se hizo indispensable para
Conchita. Antes de que ella pidiera el siguiente frasco con la siguiente pócima
para embellecer a la actriz, mi madre ya lo tenía en las manos. Sombra azul
para acentuar el drama, rubor rosa para hacerlas parecer más jóvenes, algunas
primeras damas estaban como flores un día antes de marchitarse. Todas amaban a
Conchita que era la poseedora del secreto para hacerlas parecer más bellas, más
finas. Puri observaba, los tonos, los labiales, las cinturillas y le aprendió
algo que era uno de sus más caros secretos, a poner pestañas postizas del mismo
cabello, una por una. Hasta que aquellos ojos fueran inolvidables.
Su trabajo fue lo más importante,
hasta aquel día que llovió como un diluvio y Puri salió tarde por limpiar
camerinos. A Pedro Infante también se le hizo tarde. Se había quedado
platicando con Ismael Rodríguez. Don Ismael dijo que era el cumpleaños de
Alejandra, su esposa y que se iba de prisa.
Puri no llevaba paraguas y la nube
se desató sobre ella justo en la rampa de salida de los autos, Pedro la vio
bajo aquel aguacero, acercó el coche y le dijo:
—¡Súbete!
Ese
acento norteño y su potente voz hizo que Puri obedeciera sus órdenes.
—¡Mira nomás muchacha, estás hecha
una sopa! ¿Pa dónde vas?
—A mi casa
—Me imagino que, a tu casa, pero
¿Dónde es?
—En Peralvillo señor.
—No me digas señor, dime Pedro. Le
dijo riendo y le puso la mano sobre el muslo en gesto de confianza.
—Lo que usted diga señor. Bueno,
Pedro.
—Ah qué muchacha tan tonta. Di
Pedro, nomás. ¿Cómo te llamas?
—Puri, me llamo Puri.
—¿Cómo Puri? ¡Qué nombre tan raro!
—Bueno, Pureza, pero me dicen Puri.
—Te doy un aventón.
—¡Ay no! Cómo cree, va a ensuciar su
coche, donde yo vivo es un lodazal.
—Bueno, te acerco pues, si no
quieres que te lleve.
Me dijo tu
abuela que ahí comenzó todo, los siguientes días el ídolo de México hacía como
que estaba estudiando su libreto y la esperaba para llevarla a su casa, todo
era maravilloso cuando estaban solos, pero Puri se dio cuenta que cuando
alguien estaba cerca se dirigía a ella como a una sirvienta, la llamaba
muchacha y le ordenaba un café o una toalla para el sudor. Puri comprendió que
a él le avergonzaba su amistad con la pequeña ayudante de la maquillista, pero
no por ser casi una sirvienta, sino porque era fea y a él nunca lo habían visto
con una mujer fea. Su esposa, María Luisa era vieja pero no fea. Esa tarde,
Puri se negó a que la llevara a su casa, la manoseara y besara como
acostumbraba. Le dijo que no. Entonces él la miró con esos ojos de perro que
ponía cuando quería algo y la convenció de aceptar una vez más. Cuando el ídolo
de México se dio cuenta de que era virgen, le prometió que repararía su falta,
pero le pidió que le diera tiempo. Le suplicó que guardara silencio porque estaban
en medio de la filmación de La Mujer que yo Perdí y si el señor Rodríguez se
enteraba de lo ocurrido, los correría a los dos.
Al escuchar esas palabras Puri supo
que estaba perdida que a ella no le pondría casa, ni le cumpliría el reparar la
falta, ni le daría el apellido al hijo de una fea, seguramente un feíto. Puri
tuvo que fugarse esa misma noche con su novio, un muchachito de la calle de Beethoven.
No faltó a trabajar ni un solo día,
antes de que terminara el rodaje y se le notara el embarazo, Pedro la llamó a
su camerino y le dio una carta de recomendación dirigida a María Félix, por
años fue la encargada de poner las pestañas una por una de la Doña, ni cuando
me parió descansó. Se presentó a trabajar a los cinco días de parida, después
acompañó a la Doña a todas partes, viajó e hizo dinero. Al final y de cierto
modo, si le cumplió, por eso hija, yo estudié, viajé y pude casarme con el hombre
más guapo que encontré con el que sabía que seguro, mejoraría la raza. Ahí está
la foto de nuestra boda que lo atestigua, ahí está tu padre que era guapísimo, le
daba un aire a Pedro Infante y por eso tú hija, saliste tan bonita o tal vez te
pareces a él, a Pedro Infante, a tu abuelo, por eso eres tan hermosa.
Fabiola Sánchez Palacios, escritora, México Df
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