Me cuenta Borges que en una
saga, el héroe, un guerrero valiente y vencedor, al final, ya viejo, está
sentado junto al fuego, en un
invierno en Islandia, y una sirvienta lo echa, lo empuja afuera, donde
muere de frío. “A todos puede
pasarnos”, agrega.
Adolfo Bioy Casares. Borges
“No la vi bien a María Aurelia”, pensé cuando la
conduje hasta su cama. Tenía la mirada opaca, como perdida, y un color vela que
-uhm- no me gustó nada. Es cierto que de un tiempo a esta parte, se la notaba
como ida. Pero anoche,cuando la acosté con las dos almohadas en la espalda para
que durmiera casi sentada por esa tos cavernosa que le agarra a la madrugada,
la vi quedarse dormida con los ojos abiertos. Bueno -pensé- esta noche no voy a
poder pegar ni una cabeceada, me van a tener despierta en guardia.
Un rato antes la chica que me dejaba el turno había
terminado de levantar los platos. Entre los restos de sopa fría, y alguna que
otra rezagada que atrasaba el postre para quedarse mirando un rato más la tele,
la noche no parecía que iba a tener sobresaltos, más que los que el noticiero
mostraba en la tele. “Festejos por los 30 años de la Democracia”, por un lado
sonaba La Renga y por el otro, los titulares de los desmanes en Tucumán. “Je
-pensé- parece que siempre hay un motivo ideal para brindar para esta gente”.
Y, entre dientes dije: “La comunicación publicitaria es una política
pública”. Bah, no sé para qué carajo me pongo a analizar nada. Yo tendría
que haber sido politóloga, no nochera en un geriátrico. “Vamos, vamos
chicas, que es tarde y nos tenemos que ir a dormir”.
- “Pará, pará un cachito que capaz que aparezco yo,
che”, vociferó
Yiya.
- “No, Yiya, hoy no va a hablar nadie de vos. El
festejo es por los 30 años de la Democracia, y lo tuyo fue en 1979, el 24 de
marzo de 1979 (por lo menos si Wikipedia no miente)”.
De pronto Yiya perdió la sonrisa, se puso seria, me
miró fijo y me dijo con voz temblorosa: - -“Decíme nena, ¿Se habrán olvidado
de mí? ¿Se habrán o-olvidado de mí?” “Peor que la muerte es el olvido,
querida”. - (…)
Empujé su silla en silencio, la metí en la cama y
le puse la chata. Muda y sin darme vuelta salí de su cuarto arrastrando los
pies.
Apagué la tele y me fui para la cocina a lavar los
platos.
Después de un rato, con las luces apagadas, ya todo
estaba en silencio. Solo algunos ronquidos acompasados le daban nuevos sonidos
a la rutina de la madrugada. Cabeceé un ratito, pero como las liebres, me dormí
con un ojo abierto. Un ronquido seco, metálico sonó disruptivo entre el coro de
serruchos. Un ronquido y apenas un quejido imperceptible. Un par de segundos de
mutismo que parecieron años y el coro reanudó el compás al amparo del tic tac
del reloj chino con forma de violín que relucía arriba de la heladera de la
cocina.
Una extraña opresión en el pecho me llevó de un
tirón a la habitación del final del pasillo. “María Aurelia, María Aurelita”,
grité apenas. Y allí la vi tal cual la había dejado, con el mismo color
macilento y con los ojos entreabiertos. Llamé de urgencia al servicio de
emergencia que, con su burocracia no weberiana, demoraron en mandar la
ambulancia después de un interrogatorio que parecía una encuesta de Para Ti. “¿Está
segura que necesita una ambulancia con médico?”, me preguntó la voz del
call center desde no sé qué provincia que no era la de Buenos Aires.
“¡Qué sé yo, no soy médica! ¡Lo que sé es que la
señora no respiraaaaa. A ver si me mandan la ambulancia yaaaaa, joder!”
Cuando salieron el paramédico y el médico de
emergencias, María Aurelia estaba tapada hasta el cuello con el estampado
escocés de la frazada azul. La metieron en la ambulancia y se la llevaron
directo al hospital. Después no la volví a ver.
Lo más triste de este trabajo es tener que embolsar
las pertenencias personales. Te da como un pudor ajeno éso de meterte en la
vida de los otros cuando no hay nadie que los reclame. Ventilar para sacar el
olor a muerto lo antes posible para evitar que las abuelas se me depriman y
limpiar la habitación para que venga otra y no vea ningúna evidencia de la
anterior. Ya había revisado todos los rincones y no quedaron rastros de
Aurelita. Salvo debajo del colchón, en el que encontré esa foto en blanco y
negro.
Una rubia de cabellera tupida a los Rita Hayworth,
sentada en una banqueta alta y vestida solo con una estola de armiño que le
cubría los hombros y dejaba traslucir sus pechos turgentes, uno de ellos
estratégicamente apretado por el pulgar derecho. Las piernas infinitas relucían
en unas medias de seda negra para precipitarse de plano en unos tacos aguja
oscuros. Y uno hasta podía fantasear con la Sharon Stone de Bajos Instintos,
pero cuarenta años antes.
Sostuve entre mis dedos la imagen y me quedé
mirándola por unos instantes. Ahí recordé lo que una vez me había dicho al
pasar el traumatólogo: “El cuerpo cambiará con los años, pero la mirada y la
sonrisa son siempre la misma”.
No sé por qué me cuesta recordar la sonrisa de
Aurelita. Sin embargo creo recordar el gesto pícaro en aquellos ojos turbios
que hacía rato que ya no querían decir nada.
Verónica Meo Laos es escritora y periodista de Dolores, prov de Buenos Aires
Verónica Meo Laos es escritora y periodista de Dolores, prov de Buenos Aires
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