Ella era dulce y serena; él, apuesto y un hombre de bien. Yo nunca había visto a mi hijo. Lo había abandonado en el orfanato .Y él un día apareció. Me dijo que lo sabía todo, que sus averiguaciones lo habían llevado muy lejos. Fulvio Cavalieri era su padre y yo, su madre. Ahora venía a recuperarme con su perdón y amistad…
Después de dos meses venció mis resistencias de mujer pudorosa. Y me sentí feliz de que aquella falta tan escandalosa para mi época fuese saldada con una simple palabra. Mi hermano, un solterón empedernido, al principio, no entendía; sin embargo no me juzgó, silenció su estupor y no se habló más. Como la suerte tiene sus vaivenes, la pequeña Susy enfermó y él vino a visitarme con su esposa: una morocha muy bonita. Me dijo que la niña debía ser operada en Francia y que no tenían con qué. Yo no disponía de dinero para ello. Llamé a Fulvio para que lo ayudara, accedió y me pidió reservas: su mujer nunca debería saberlo. Pero no era suficiente y entonces decidí vender mi pequeño departamento. Lo hice y me sentí doblemente satisfecha, por mi nieta y por mi desgraciado hijo. Arreglaron los pasaportes, pasajes y trámites hospitalarios. Cada día era un escalón hacia la dicha…Me regalaron su foto de casamiento y varias de la rubia Susy cuando fui a visitarlos a su casa, allá por Haedo. También me dejaron las llaves para que regara el jardín y alimentara al perro salchicha durante su ausencia. Salieron un viernes al atardecer y… no regresaron. Nunca pude entrar en aquella casa, me llevaron presa cuando me encontraron frente a la puerta, con el llavero en la mano. Tuve que hacer los descargos pertinentes en la comisaría y mi abogado descubrió que mi bebé había muerto a los tres años. Además, Fulvio había abandonado a su esposa y ahora residía en París.
Isabel Pisani, docente.Buenos Aires
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