-¡Ya no te soporto más! Cerró la puerta
de la habitación con una fuerza como para no dejar dudas de la decisión.
Una vez en el hall de entrada saludó a Lela, la señora que la había acompañado desde el
primer día de matrimonio. Ella sí que le fue fiel, diría que la única. Supo
callar, oír sin opinar, abrazar y desaparecer en los momentos oportunos. Le dio
pena por Lela, tampoco pudo tener hijos. En eso estaban más que unidas.
Batallando años, pero las cosas por algo son así. A veces uno se empeña en
luchar contra el destino y, en realidad, nuestra existencia pasa por otro lado.
Fueron muchos golpes que recibió y el dinero no los pudo tapar, en
alguna oportunidad ponerse un billete directamente en el moretón no hubiese
alcanzado a tapar tanto dolor, y rabia contenida. Por eso cuando Max, su único
amigo, (porque fue el que supo de su soledad desesperada desde el primer
momento en el que entró en el curso y no despertaba celos en Pedro sino hubiese
sido otro el final) le propuso fotografiarse como realmente la conocía:
histriónica, sensual, alegre con un dejo de tristeza como los carnavales.
Ella aceptó. Pensó que Pedro jamás encontraría esa foto pero no contó
con el apoyo de las amantes, siempre dispuestas a desmerecerla en público, para
ocupar el lugar de señora que tanto soñaban.
Apareció en un anuario, en la anteúltima página del lado derecho, casi
como un juego promocionando el arte de su amigo. Nadie la hubiese conocido, sus
cabellos solo los soltaba de noche para acicalarlos, o cuando Lela se lo pedía,
para practicar los peinados de moda. Su piel, la más cuidada, siempre cubierta
de pies a cabeza incluso en las fiestas, vestidos recatados, sombreros, guantes
de seda por la alcurnia, el sol y los celos.
Y esa mañana cuando Pedro entró como si fuese la última golpiza que le
daría, ella estaba tranquilamente apoyada en la cama, vestida como en la foto,
con los cabellos dorados como cascadas en sus hombros, sus piernas en busca de
las calles no recorridas y una sonrisa nerviosa y radiante. Él gritó tanto y
tan fuerte como nunca, pero la ignorancia hacia su actitud fue lo que hizo que
de a poco fuera bajando el tono, incluso la postura fue decayendo, todo esto
indirectamente proporcional a los gritos y la actitud de la mujer que estaba
despertando del letargo. Le vomitò los quince años de angustia y desesperación
en cuatro versos y se marchó.
A la salida le agradeció a Lela y la invitó a partir.
Ambas cruzaron la avenida con lo que llevaban puesto. Una con delantal
de cocina que se arrancó como una cáscara añeja, la otra con su nueva corteza,
llena de sueños y esperanzas.
Paula Velcheff . Artesana
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