Había esperado. Hacía tiempo que
quería llegar al altar. Deseaba estar con la mujer que amaba y jurar amor
eterno. Amor que sentía desde el primer momento en que vió a María, en el
colegio secundario. Había pasado días y noches añorando a esa mujer que –por
fin- se convertiría en su esposa. La conquista no fue fácil: María era algo
reticente y parca. Siempre parecía estar muy ocupada en sus actividades y nunca
tenía tiempo para él. Su mejor amigo, Juan, le había dicho que quizás no la
entendía porque no eran compatibles. Rodolfo le dijo que eso no importaba, que
a veces, uno se enamora de quién parece no corresponder, hasta que el tiempo
acomoda y te da la razón.
Una vez logrado el objetivo de
acercarse, Rodolfo había confirmado que era una mujer dulce y noble. Él se
enamoró aún más, cuando descubrió que era compañera y solidaria. A veces le
reclamaba más tiempo para él y más demostraciones de cariño. María lo
conformaba al decirle: “Estar juntos es la mejor demostración que puedo darte”.
Después de la ceremonia, él estaba
contento por el paso que acababa de dar. Ella sonreía y saludaba a todos los
invitados. Nunca se les borró la sonrisa, sólo se les borró para la última
foto, subiendo al coche que los llevaría a su morada.
Pasadas algunas horas. El matrimonio
estaba en el hotel boutique donde se hospedarían durante su luna de miel. Ella
estaba sentada al borde de la cama, mirando el piso. Con sus manos sostenía
parte del velo.
Rodolfo, su flamante esposo, salió
del baño y le preguntó qué le pasaba.
María quedó en silencio unos segundos
y sonrió.
Él volvió a preguntar.
Silencio.
Su esposa levantó el rostro y le
sonrió para calmarlo. Se levantó de la cama; se acercó y le dijo que se quedara
tranquilo, que no pasaba nada.
Ella, para cambiar el clima, le dijo que
descorchara la botella de champagne que estaba en la heladera. A él le pareció
una buena idea.
Caminando hacia la heladera
lentamente, no dejó de pensar ni un minuto en qué le ocurriría a su esposa.
Pensó en que quizás estaba nerviosa, tan nervioso como él.
Encontró la botella, la destapó y
sirvió dos copas.
Se acercó a María y le pidió unas
palabras antes de brindar. Ella respondió sonriendo levemente y le dio un beso
en la mejilla.
Él la miró como pidiendo más.
Ella se llevó la copa a la boca y él
la detuvo.
–Momento, yo sí voy a hablar.
Luego de una pausa, Rodolfo dijo:
– Desde que te conocí y te ví por
primera vez, supe que serías la mujer con la que quería casarme. Tu frescura,
tu bondad y tu simpleza como mujer hicieron que me enamorara. Al principio tuve
miedo por tu forma de ser, de notarte algo distante o de ser demasiado seria.
Luego comprendí que eras una mujer noble, con buenos valores, auténtica y
especial. Jamás me enamoré tanto como te amo a vos. Sos mi amor y la luz que me
guía, creo que si algún día me faltaras no sabría qué hacer ni cómo vivir.
Gracias por todo tu amor y tu afecto, lo siento profundo en mi corazón y es lo
que me mantiene feliz y vivo. Te amo, hermosa mía, te amo.
Al pronunciar las últimas palabras,
María tenía los ojos llenos de lágrimas. Quedó en silencio.
– No te preocupes amor, dijo Rodolfo
secándole las lágrimas que empezaban a caer, éstas lágrimas hablan por vos; de
tu felicidad; de nuestra felicidad.
– No, no, Rodolfo, no.
– ¿No? ¿No qué? ¿Qué te pasa, María?
Hubo silencio.
– María, decime qué te pasa.
– Nada, nada, está todo bien, no te
preocupes.
Rodolfo no se tranquilizó y le pidió
que le diga qué le pasaba.
– No puedo más, dijo María
– ¿Con qué? ¿Qué te pasa?
María lo miró a los ojos y pidiéndole
disculpas le dijo: “Yo no te amo, Rodolfo. Quise pero no te amo. Siempre estuve
enamorada de Juan y aunque me arrepiento de esto, no me arrepiento de lo que
siento. Estoy embarazada de él, vamos a tener un hijo”.
Angie Pagnotta, periodista. Buenos Aires
Angie Pagnotta, periodista. Buenos Aires
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escribe un comentario,gracias!