Esa noche dormí en un hotel. En realidad, dormir,
lo que se dice dormir, no es la exacta definición de lo sucedido esa noche.
Recuerdo un casino, un bar, enormes nubes de humo de habanos sobre una mesa de
pool, un chico pidiendo monedas a la entrada de un cabaret, el valet
estacionando coches; recuerdo hermosas mujeres bailando con poca ropa en el
Tropicana, recuerdo sus exactas coreografías, recuerdo sus piernas como
gacelas, recuerdo sus pechos ardientes como volcanes, la recuerdo a ella
invitándome de su copa, invitándome a mi cama, pero no recuerdo en absoluto
haber dormido. Recuerdo su nombre. Al principio, como todo hombre adentrándose
en tugurios oscuros, precipitándose en la fantasía de perderse en la noche, de
desaparecer, de ser un desconocido, un anónimo, bien cobijado por el vino y los
licores, fui ni más ni menos un grosero. Derroché dinero, derramé whisky sobre
las mesas, me peleé con fulanos, me sacaron a patadas. Claro que antes había
sido todo un caballero. Ella lo merecía. No era ese el lugar en el que tenía
que estar. Rodeada de sapos gordos, de hienas carroñeras, de babosos, de
malparidos. Ella se destacaba del resto de las mujeres. Un aura de inocencia
infantil la coronaba, ¿sería eso lo que la hacía tan pura, tan perversa?
Primero se apagaron las luces, luego subió al escenario, luego bailó “Lupita” de
Dámaso Pérez Prado, luego se quitó las plumas, luego se acercó a mi mesa, me
sedujo, me enamoró, me asesinó con un beso. Se comió literalmente mi corazón.
No pude esperar a seguir invenenándome. La senté en mi regazo, le dije cosas al
oído, la mimé, propuse vidas diferentes donde ella no tuviera que bailar cada
noche, mentí mis ingresos pintándole un magnate en vez de un don nadie; abracé
un romance utópico, celestial, llevarla lejos, comprar una casa, tener hijos,
envejecer. Ella rió, como imagino deben reír las mujeres al borde del abismo,
una risa muda entre tanto bochinche demencial, entre tanta palabrería. Luego lo
vulgar, lo grotesco. Entre las sombras alguien rompió una botella, insultó su
nombre, perjuró traición al amor, masticó celos embravecidos y se acercó
amenazante. Uno terminó con un corte en la cara, sangre mezclada con vino rojo
en la camisa; el otro terminó en la calle por no ser un asiduo de la casa. Mi
hotel estaba a dos o tres calles, pero si debía caminar hacia la izquierda o
hacia la derecha, era un trabajo demasiado azaroso para mi condición de
borracho y de enamorado. ¿De qué estarán echas las trapisondas? De noches y de
alcohol, seguro; de mujeres perdidas y de hombres buscando encontrarse,
también. O tal vez solo de hombres y mujeres buscando un lugar donde dormir,
una compañía para su soledad. Ella salió a buscarme. Se notaba que bajo ese
tapado de piel berreta, de imitación, estaba vestida sólo con un portaligas. No
tardé en besarla y como si fuera un lapsus de inspiración, una quimera,
empezamos a transitar el camino hacia el hotel, sin la menor duda de que era
hacia la izquierda del cabaret, pasando el restaurant de luces verdes, en el
barrio de casas bajas adornado por la falsa Fuente de Saint-Michel, como en
Paris, excepto por los borrachos durmiendo en ella en vez de bohemios y poetas
hablando de Sartre, de Gaston Leroux y “nuestras vidas son un baile de
máscaras”, hablando de la muerte, del precio de los hombres, de la libertad. Mi
habitación no era ejemplar, pero entre libros y botellas hallamos un lugar para
acariciarnos, para destruir el pasado, para quemarnos.
Esa noche tuve la breve esperanza de que el amor sería total, feroz; pero a la vez sentía correr en el aire la desidia de saberme dejado para siempre. Nunca dijo nada, ni siquiera en la mañana siguiente. Dijo que debía irse, que tenía un compromiso. Me pidió que no la acompañara, acepté a regañadientes. Tomó un taxi y no dudé en seguirla.
Primero a casa de una amiga. Salieron muy aprisa con una maleta. Se dirigieron a un hotel lujosísimo en la Avenida Paseo del Prado, “siga a ese auto no importa a donde vaya, si es al fin del mundo al fin del mundo nos vamos” dije al chofer, o tal vez solo lo pensé, no lo sé. Esperé dentro del auto, una hora, dos horas, una locura, dos locuras. Un auto se detuvo al lado de mi taxi. Un hombre de pequeños bigotes y elegante traje salió de él. Miró el reloj un par de veces y finalmente la puerta del hotel se abrió. Llevaba un vestido de novia, guantes, flores y la misma sonrisa que esbozó en el cabaret. El hombre la recibió con un beso. Antes de que subieran al auto, bajé del taxi. Su amiga les estaba tomando una foto. “Tenga cuidado de que no salga fuera de foco” dije, me puse mi sombrero y la mañana a sus ocho y cuarto me recibió en otro bar, temprano, sí, pero tarde para todo.
Esa noche tuve la breve esperanza de que el amor sería total, feroz; pero a la vez sentía correr en el aire la desidia de saberme dejado para siempre. Nunca dijo nada, ni siquiera en la mañana siguiente. Dijo que debía irse, que tenía un compromiso. Me pidió que no la acompañara, acepté a regañadientes. Tomó un taxi y no dudé en seguirla.
Primero a casa de una amiga. Salieron muy aprisa con una maleta. Se dirigieron a un hotel lujosísimo en la Avenida Paseo del Prado, “siga a ese auto no importa a donde vaya, si es al fin del mundo al fin del mundo nos vamos” dije al chofer, o tal vez solo lo pensé, no lo sé. Esperé dentro del auto, una hora, dos horas, una locura, dos locuras. Un auto se detuvo al lado de mi taxi. Un hombre de pequeños bigotes y elegante traje salió de él. Miró el reloj un par de veces y finalmente la puerta del hotel se abrió. Llevaba un vestido de novia, guantes, flores y la misma sonrisa que esbozó en el cabaret. El hombre la recibió con un beso. Antes de que subieran al auto, bajé del taxi. Su amiga les estaba tomando una foto. “Tenga cuidado de que no salga fuera de foco” dije, me puse mi sombrero y la mañana a sus ocho y cuarto me recibió en otro bar, temprano, sí, pero tarde para todo.
Rata Carmelito , escritor y poeta. Chivilcoy
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