Creo que a todos
o a casi todos
alguna vez nos ocurrió:
una mujer pasó volando,
pero se detuvo entre los huesos y las simientes,
atravesó la carne con surcos de pétalos,
navegó en la sangre con su piel de barca de sirena
y allí,
en las hondas venas
con miradas más púrpuras que los subcutáneos deseos,
allí, en ese lugar íntimo,
en ese ensueño dentro la metrópolis del sueño
levantó ladrillo por ladrillo
su hospedaje,
su burbuja conservada en el tiempo.
Nada más alejado de lo real.
Nada más alejado incluso de nuestra propia quimera.
Nada más vano
que el deseo que no proyecta nuestro cuerpo.
Es sabido
que la borrosidad se acumula en rincones sordos,
escondida en ángulos pretéritos y agudos
a los que no llegan los dedos,
a los que tampoco pueden llegar las miradas, los
instintos,
las lumbres de estrellas, la misma noche negra.
Pero esa mujer que una vez pasó volando
y se detuvo
entre los huesos y las simientes
«tal vez por piedad o por simple despecho,
para plantar una rosa
o para extirpar lo trozos del corazón con fuego»
esa mujer que atravesó la mar misma de nuestra esencia,
la sombra de aquel lejano
pero aún húmedo beso de ventisca y marea
se volvió un no ser diáfano de puro latidos, fiebres y
anhelos;
y así un fantasma
que por el simple hecho de no existir
no dejó jamás de excitarnos
como potros salvajes,
como abejas o colibrís del polen de la primavera.
Esa mujer tiene un nombre al que no conocemos,
un rostro al que no vemos,
una piel de tersa hule, una caricia de felpa,
un aroma a fresa, una silueta a rouge veraniego…
También esa misma mujer
tiene una preciosidad de simple ficción:
por ejemplo la de un ser equívoco, poético, ondoluso
que en su viaje parte de la nada y sobre el vacío va
hacia la nada.
Inutilidad de lo bello
pero que atrapa con destreza,
es el viaje de esa mujer por sobre un tablón en rigor,
por una nube desvanecida en la altura del vuelo,
por un camino sin rutas ni vías que
torpemente conectan al franco pecho.
Una mujer que rompe el mito
y las facciones
de las fábulas y leyendas
con su cuerpo cubierto apenas
por una bata de baño flotante contra el cielo;
dicha y desgracia
de los dioses y de los hombres de la perdida Pompeya.
Desde entonces
esa mujer recorre límites y naciones del varado cuerpo,
no habla nuestra lengua,
no conoce nuestra costumbres o hábitos,
no sabe de nuestras esposas, novias ni horas de faena
y así y todo sin saber el porqué, el por cuánto, el por
dónde;
casi desnudándonos,
nos acaricia con sus manos de prados
y de clavos de destino incierto.
La mujer besada y a la vez besante equivoca
del fantasma que nos acecha,
de alguna manera
presencia en toda mujer que alguna vez amamos
y en el azar del amor
derrochamos.
La mujer que nos entrevista en lo oscuro
del verbo amar
y todavía desconocemos.
Daniel Dadorian, poeta, escritor, Villa Rumipal, Santa Rosa de Calamuchita, Córdoba
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