El caserón de los Mantua se vio poblado de alegría cuando llegó Felisa,
después de 20 años de matrimonio infértil, y solamente habitado por óperas
y un centenar de pájaros en un jaulón, como aquellos artistas que el
renacimiento había entregado a las arcas de los mecenas. La niña tenía ojos y
cabellos negros y un pequeño lunar junto al hoyuelo izquierdo.
El Dr. Heredia, filántropo de dudosa
estirpe, llegaba cada tanto en la ballena negra -como le decíamos los chicos
del barrio a su Kaiser Carabela – para asistir el débil corazón de Rosina,
mientras Felisa la mimaba y le recitaba las oraciones de su devocionario.
¡Cuántas veces Heredia aconsejó a la noble dama quitar las hortensias que
se recostaban sobre la medianera, para exorcizar la soltería que condenaría a
su única hija para siempre, cuando ya cumplía treinta y tantos años!
Para sentirse útil, Felisa Mantua fue a trabajar al hospital regional como
auxiliar de enfermería, en el turno de cero a seis de la mañana. A las siete,
en verano o invierno, lavaba la vereda del caserón y el piso en damero de la galería hasta sacarle brillo. Todos los días, todos,
aún bajo la lluvia la veíamos, cual un fantasma, escoba en mano. A pesar de
todo, sus ojos brillaban más y había aumentado algunos kilos que verdaderamente
la rejuvenecieron a los cuarenta años.
El mes de junio de aquel otoño de 1960 anunciaba la luna en agua … y así
fue. Llovió y llovió durante una quincena en que los charcos se volvieron lagos
y los lagos, ríos. El hospital se llenó de evacuados y enfermedades alentadas
por las inundaciones. Felisa no pudo llegar a casa y se comentó que había
dormido en la sala de guardia.
Pero como todo pasa y se suele
retomar el curso de la vida, así ocurrió con ella. Una mañana, regresando de
sus tareas habituales, encontró a su padre velando a Rosina. El riguroso luto
ya no la abandonaría más.
Tres años después, durante la siesta, don Franco se perdió dando una vuelta
a la manzana; y un vecino lo alcanzó hasta la puerta, en donde ella lo esperaba
con angustia. Ambos entendieron que era el principio del fin… Quizás, añorando la libertad o desdeñando la esclavitud que su mente
atrofiada le estaba imponiendo, el
anciano renacentista abrió al atardecer
la jaula y la bandada de canarios, zorzales y cardenales remontaron vuelo, como
barriletes cantarines. Luego perdió la vista, el apetito y el andar…Entonces
hubo que hospitalizarlo y así murió nuestro vecino, entre aparatos y sones bien alejados de las armonías musicales de
Verdi o Puccini.
Felisa lo sepultó junto a Rosina y
regresó al caserón. Vistió mantilla y
rosario negros todos los domingos del
año 65; su silencio fue tan brutal que
sólo se quebró cuando desarmó el jaulón y se lo
regaló al botellero. Todos los días regaba los rosales de su madre y
miraba las hortensias con recelo, pues insistían pródigas en perfume y
color.
Cierta noche, caminando por el centro, se detuvo frente al Teatro Avenida,
cuya marquesina ostentaba la imagen de
Lola Flores, La Faraona ;
y llevada por la curiosidad, compró una entrada… Volvió extasiada, sin entender
(o tal vez presintiendo) qué vibraciones ancestrales punzaban su corazón de
ignota ascendencia…
El domingo siguiente al mediodía, llegó la ballena negra hasta la puerta y
el Dr. Heredia bajó a una niña. Tendría unos seis años, cabellos negros y un
lunar junto al hoyuelo izquierdo. Felisa Mantua la esperaba vestida de blanco.
Jacinto Heredia, ese filántropo
sesentón de dudosa estirpe, llamó a su
pequeña Carmen y, mirando el lustrado piso en damero, le dijo:” Cuando
mami duerma la siesta, sacaremos las hortensias para que descansen al sol en la
esquina, porque yo no me voy a morir hasta que sea tu padrino de bodas.”
Isabel Pisani, docente y escritora, Buenos Aires
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