Ella está sentada en la defensa de un lujoso coche negro. Bellísima, con un
extraordinario parecido a Elizabeth Taylor, pero más alta. Sonríe y tiene esa luz en los
ojos que no perderá hasta 1984, junto con la razón, y que iría mezclándose con un rencor
profundo a casi todo. Delgada, muy elegante. Lleva un traje negro de chaqueta que se
entalla con dos botones consiguiendo una delicada cintura de avispa, y una falda de tubo
hasta mitad de las pantorrillas. Zapatos de tacón, medias de cristal y un collar de perlas
con dos vueltas. Entre los brazos tiene a un niño de unos dos o tres años con la mirada
triste y desviada hacia la parte izquierda de la foto. Está perfectamente conjuntado:
pantaloncito negro corto, rebeca blanca abotonada y sandalias a juego impecablemente
limpias. Ella tiene las manitas del niño entre las suyas.
En la caja de cartón, debajo de las fotos, hay varias cartas de Sociedad Española
de Automóviles de Turismo. Tienen manchas de humedad y la marca central de haber
estado dobladas mucho tiempo. La primera, fechada el 17 de junio de 1957, informa de
que con las mejoras solicitadas al “Modelo 1400 Lujo” referencia 132.253 el precio del
vehículo asciende a 135.000 pts., y que el aparato de radio “Autovox” serán otras 5.300
pts. En la siguiente carta del 7-5-1957 están relacionados, muy detalladamente, los siete
puntos de las condiciones de venta: “En nuestros archivos figura una petición suya de
nuestro coche SEAT con fecha 19-6-56. Habiendo sido aprobada su solicitud, le rogamos
ingrese la cantidad de 60.000 pts. a cuenta en nuestra c/c en cualquiera de los bancos que
aparecen al final de esta carta. Envíenos cuanto antes el resguardo acreditativo del
ingreso”, etc. etc. Había otras tres cartas que explicaban los plazos de entrega, trámites
de matriculación, Certificado de Fabricación... La última, por fin, la que estaba más al
fondo de la caja, comunicaba que a partir del día 7-8-1957 se podría retirar el coche
solicitado, así como las seis condiciones necesarias para hacerlo. Entre ellas el ingreso
previo de otras 75.000 pts. y acudir con el resguardo para poder retirar el vehículo.
Hace aproximadamente quince años, ese niño recibió una curiosa llamada de su
madre. Con esa voz enérgica que no admitía ningún disentimiento dijo secamente: –Ya
tenéis todas vuestras cosas metidas en cajas. Hay cinco, cada una con lo que os
corresponde a cada cual. Si no venís a recogerlas las quemo. No quiero más trastos en
esta casa. –No sé qué estás diciendo, mamá –le respondió. –Está muy claro. No quiero
nada aquí que no sea mío. En las cajas tenéis las fotos de la comunión, de las bodas -los
que están casados-, las de cuando erais pequeños y las cosas que me regalasteis cada
uno. No quiero más recuerdos.
–¡Pero mamá, esas cosas no son nuestras, son tuyas! –le contestó. –No lo repito más, las
recogéis o las echo a la hoguera de tu padre. La única afición que tuvo su marido durante
los últimos diez o quince años fue hacer una hoguera diaria, siempre en un lugar distinto
del jardín, en la que quemaba la correspondencia, documentos del banco o cualquier otra
cosa que cayera en sus manos. –Haz con las cajas lo que te dé la gana –le dijo–, yo
tampoco necesito tener ningún potenciador de recuerdos.
Cincuenta y ocho años después de aquella foto murió su madre. No fue a su
funeral. Lo único cálido que en toda su vida le dejó su padre fue un jersey viejo y roto
que él ya no quería y que por alguna razón se escapó de la quema. Paradójicamente, ese
jersey azul fue muy amable. Le hizo más llevadera la humedad de aquel sótano donde
viviría cuatro años. Acaba de tirarlo. Las últimas palabras que le escuchó a su madre eran
mentira. Las frases que ambos se dispararon por teléfono estuvieron cargadas de orgullo
y de alfileres. Hoy ninguno de los dos puede arrancarlas y ni siquiera servirían para zurcir
los rotos del jersey azul que hay en la basura.
Su hermana, la lesbiana, va diciendo que él mató a su madre, que fue aquella
llamada la que le rompió la arteria en el cerebro. Pero su hermana calla que fue ella quien,
por comodidad, no la llevó al hospital cuando era necesario. Esperó una semana. Dos
años antes los convenció para que fuesen al notario. Cambiaron el testamento y la
nombraron heredera universal a cambio de jurarles que nunca los abandonaría en una
residencia. Pero tres días después de enterrar a su madre, tenía al padre agarrándole los
brazos y llorando: –¡Por Dios, niña, llévame contigo! ¡No me dejes aquí, por Dios te lo
pido! Suplicaba a la puerta del geriátrico más barato que le encontró. Dice una de las dos
únicas personas que lo visitaron durante los tres años que sobrevivió, que repite de
continuo que su hija se apropió de la casa con engaños. Pero los engañados y los
engañadores suelen compartir una tierra de nadie en la que ambas partes colaboran con
gusto. Murió hace dos semanas.
La madre cumplió su amenaza. En alguna de las hogueras del marido quemó todo,
pero incomprensiblemente indultó a una caja de zapatos. Fue lo único que pudo el niño
de la foto llevarse de la casa.
Ahora aquel niño revuelve en esa caja de zapatos: antiguas fotografías en blanco
y negro con algunos negativos en cristal, unas cartas de la empresa SEAT..., fue lo único
que pudo salvar de la desheredación. Recuerdos roídos por la decepción. Se sorprende
pensando que siempre le han mentido, desde niño; que las caricias que le dieron eran
únicamente el interés de un capital más grande que se querían cobrar cuando llegara el
tiempo. Se sorprende pensando que estas cosas, como todo lo que de verdad importa, se
aprenden siempre tarde.
El niño no recuerda quién les hizo las fotos porque tenía la vista -y la mirada tristedesviada hacia el margen. ¿Por qué estaban las cartas de la compra del coche con las
fotografías? ¿Quién dio tanta importancia a aquellos hechos como para conservarlas
juntas sesenta y cuatro años?
Hoy ya no puedo preguntar a nadie. Durante algunos días me consolé pensando
que este olor a humedad que llevo dentro y fuera de mí, y esta tristeza que está en todo
cuanto toco y cuanto veo, podría quedarse allá, atrás,por fin, en lo que nunca quisieron
que tuviese. Pero tengo entre las manos esta caja que, como una elaboradísima venganza,
ni siquiera me sirve como potenciador de los recuerdos. La vida y yo iremos conversando.Tiene que darme cuenta de una serie de cosas.
Alejandro Céspedes, escritor, Oviedo, España
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