Antonia se
dio cuenta que hablaba sola más de tres meses después. “Estoy loca”, pensó,
pero inmediatamente se contradijo. “No, no estoy loca. Soy charlatana, me gusta
hablar”. Desde la muerte de su marido siguió viviendo en la misma casa sin
tocar nada de lo que estaba distribuido en cada una de las habitaciones. La
noche siguiente al velorio preparó la cena como de costumbre, con raciones
abundantes, como si Benjamín fuera a llegar en cualquier momento. Poco a poco
fue reduciendo las cantidades, hasta que solo cocinó para ella, aunque algo más
de lo que toleraba, por las dudas. Ese resto iba a la basura.
Sus hijas
insistieron más de una vez, en sus infrecuentes visitas, que modificara todo y
hasta que vendiera el caserón y se mudara a un departamento más chico. Antonia
hizo oídos sordos y siguió viviendo así, como si nada hubiera cambiado.
Una
mañana, cerca del mediodía, le llegó una intimación por un pago no efectuado
del impuesto inmobiliario. Tenía un atraso de seis meses y Antonia se asustó.
Benjamín era quien llevaba las cuentas y era muy cuidadoso de pagar cada una de
ellas. Estaba segura que se trataba de un error. En algún lado debía estar el
comprobante.
“La
carpeta”, se dijo. Benjamín guardaba todo en una carpeta del último cajón de la
cómoda, en el dormitorio.
El cajón
desbordaba de papeles, pero la carpeta estaba prolijamente distribuida por
rubros: gas, luz, impuestos… Puso la carpeta sobre la cama, dispuesta a
encontrar el comprobante, pero en el traslado se desprendió una hoja tamaño
carta que Antonia recogió inmediatamente. Era una foto. Antonia quedó
paralizada, empalideció. Nunca había visto esa foto.
Se trataba
de una mujer joven, de cabello rubio platinado, ondulado y largo. Estaba
sentada sobre un taburete, envuelta por una larga estola blanca de visón que la
cubría casi totalmente. Quedaban al descubierto sus hombros y las largas y
hermosas piernas, enfundadas en medias de nylon oscuras. Con una mano sostenía
la estola, como si fuera a caerse de un momento a otro y dejarla totalmente
desnuda, a partir de la curva de sus pechos que se adivinaban duros y
encumbrados. La pose era provocativa, pero la expresión de su rostro, hermoso,
decía otra cosa. Tenía una mirada tierna. La sonrisa remataba aquella ternura
de los ojos: carecía de lascivia o erotismo. Era muy dulce.
Antonia se
sentó sobre la cama y quedó un largo rato mirando la foto, los detalles, el
conjunto. ¿Quién sería esa mujer? ¿Por qué Benjamín la había ocultado y
conservado tan celosamente? No había ninguna descripción ni anotación al dorso.
Por la pose, el peinado y la poca ropa que la cubría, esa foto era de la época
en que en Benjamín y ella se habían conocido, por los años ‘50. Si no fuera por
el rostro ovalado de aquella desconocida, podía haberse confundido con las
imágenes de Marilyn Monroe cuando estaba en su plenitud.
Antonia
olvidó el comprobante que buscaba y quedó confundida. Sentía que su vida había
cambiado de un modo que no comprendía. Esa noche durmió poco, mientras pasaba
por su cabeza un carrusel de preguntas, dudas, incertidumbre, todo a partir de
aquella foto que nunca le había mostrado Benjamín. ¿Quién era? ¿Qué papel había
jugado en su vida? Aunque se había acostado, como siempre, sobre el borde
izquierdo de la cama, en un momento decidió ocupar el centro. Pero fue inútil.
No lograba dormir.
Durante
los días que siguieron siguió pensando alrededor de ese súbito misterio que se
le presentaba. No parecía que la mujer de la foto hubiera pertenecido a una
amante de Benjamín. Estaba hecha en un estudio y váyase a saber cómo había ido
a parar a sus manos, pero lo inquietante es que haya sido guardada tanto
tiempo. Además, se encontraba un poco ajada, manoseada, lo que sugería que tuvo
muchas oportunidades de ser admirada. Tal vez se masturbaba con ella, en
especial porque ofrecía un claro contraste con la figura de Antonia, más
bajita, morocha y melena corta en aquellos tiempos. ¿Sería su mujer ideal,
hábilmente escondida en los pliegues de sus deseos, nunca confesados? Benjamín
siempre juró que ella, Antonia, era la mujer que volvería a elegir como pareja.
De pronto,
una idea la hizo estremecer. Era probable que, cada vez que hicieron el amor,
Benjamín tuviera en mente a esa mujer. Que no era ella quien estuviera en
verdad en sus brazos, sino aquella otra, esa rubia platinada. La odió y hasta
pensó en destruir la foto, que había quedado sobre la cómoda, tal como la había
dejado el día que la encontró.
Dos días
más tarde, se le ocurrió algo diferente. Esa foto podría pertenecer a la imagen
idealizada que Benjamín tenía de ella. Siempre había sido delicado, atento,
cariñoso y le había demostrado su amor en los casi cuarenta años de matrimonio.
No era “la otra”, sino ella. Tomó la foto del lugar adonde la había abandonado
y la llevó a un artesano del centro. Eligió un marco con relieves y hojas
doradas, lo más parecido a los que se usaban en los ’50. A los pocos días la llevó
a su casa cuidadosamente envuelta y de un modo algo furtivo. Una vez dentro,
colocó la foto arriba de la cómoda, en el centro, para que todas las miradas
fueran atraídas por esa imagen central.
A la
semana siguiente, tocaron el timbre. Era una señora del barrio que, con
frecuencia, venía a pedir cualquier tipo de ropa que le sobrara, para su marido
y sus hijos. Antonia le hizo entrar y le pidió que la esperara. Recogió todo lo
que había quedado de Benjamín, camisas, trajes, zapatos, corbatas, todo. Estaba
haciendo un paquete en la habitación cuando la mujer, que llevaba ya un rato
esperando, se presentó en el dormitorio. Antonia se asustó, pero le pareció
inadecuado echarla de allí. En silencio, siguió acomodando las cosas, hasta que
le escuchó decir, refiriéndose a la foto enmarcada:
— ¡Hermosa
mujer! ¿Quién es?
— Yo —
respondió Antonia. — Esa foto me la hizo sacar mi marido al poco tiempo de
casarnos.
Dio un
último tirón al hilo del paquete, se lo entregó a la señora y la despidió en la
puerta, sin más.
Jorge B. Mosqueira, escritor. Buenos
Aires