Lo que más quería saber era quién era mi padre y dónde podía ubicarlo. Lo mínimo, un nombre, una fotografía. Fui a verlo, Ana me acompañó hasta su casa, ella siempre supo de él, estaba al tanto de su paradero. Quise entrar sola. Alejandro, mi padre no tenía cara de Alejandro, no sé cara de qué tenía, pero la verdad que no tenía cara de Alejandro. Al verlo quería largar miles de expresiones y palabras, interminables oraciones, como presentación solo invoqué que era su hija, que Silvia era mi madre y que hacía muy poco tiempo que me había enterado de ella y que al mismo tiempo la había conocido poco porque había muerto devorada sin piedad por un cáncer.
Era un tipo de pocas palabras, pude arrancarle escasas frases con espátulas. Al verlo me di cuenta que su fisonomía y la mía eran las mismas. En el fondo me estremecí, había encontrado alguien que era mío, no como un objeto, sino como estirpe. Yo me había estado preguntando toda mi vida por mi identidad y después que lo vi estuve segura que él era mi padre. Las veces que había observado escenas de vidas ajenas con ojos candentes y cierto cariño como quien pega la cara a una vidriera deseando algo del otro lado de un decorado, algo imposible o inalcanzable. Tuve la certeza de que no necesitaba ningún tipo de análisis que comprobara tal parentesco ni unión sanguínea, lo sentía acá, en mi corazón y éramos un espejismo de gestos y germinación.
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